RUMANIA Europa Oriental
Rumania (o Rumanía, forma también admitida)
es un país de Europa Oriental con costas al Mar Negro (unos 200 Km), situado al
E de Hungría y al N de Bulgaria.
La primera referencia obligada al territorio
es la conquista por el emperador Trajano de la Dacia, coincidente en parte con
él, en el año 107. La presencia militar romana no duró mucho, pues, dado el
avance de los pueblos germánicos, el emperador Aureliano consideró prudente la
retirada al Sur del Danubio a fines del siglo III, pero quedó una población de
colonos que siguió ejerciendo influencia cultural y lingüística a través de
sucesivas invasiones. El uso del término ‘romanus’ para designar a sus
habitantes está documentado desde el siglo XVI, aunque la palabra ‘Romania’
sólo apareciera a comienzos del XIX.
Godos, gépidos, ávaros y búlgaros pasaron por
allí, sin perjuicio de la influencia cultural bizantina, tan manifiesta, por
citar un ejemplo notable, en las pinturas de las iglesias del Sur de la
Bucovina. Ya hablaremos de Transilvania, conquistada por los húngaros entre los
siglos XI y XIII e incluida en su reino hasta la oleada turca del XVI. No cabe
olvidar tampoco la colonización por alemanes (llamados en el país ‘sajones’),
en su mayor parte luteranos, a partir del XVI.
A través de los siglos, se consolidaron
dinastías locales de voivodas (príncipes), algunos de las cuales lucharon en el
siglo XV contra los turcos en expansión, como Vlad Dracul, conocido por motivos
espúreos que no tienen nada que ver aquí. Pero, después de la victoria otomana
en Mohacs (1526), no cabía sino la sumisión. Sin embargo, el dominio turco no
fue muy opresivo, limitándose por lo general a la exigencia de vasallaje y
tributos.
Poco a poco, se fueron consolidando en la
Edad Moderna tres grandes principados: Moldavia al N, Valaquia al S y Transilvania
(en poder de los Habsburgo y luego del Imperio Austrohúngaro) al O. La religión
ortodoxa siempre fue elemento fundamental de cohesión de la mayoría de la
población.
En el siglo XIX, en el contexto del
nacionalismo de la época y del debilitamiento del imperio turco, Alejandro Ioan
Cuza (1859-1866) fue el primer gobernante de los ‘Principados Unidos de
Moldavia y Valaquia’, pero, a consecuencia de sus reformas, fue obligado a
abdicar por los sectores más reaccionarios. Se optó por traer a un príncipe
extranjero, Carol de Hohenzollern – Sigmaringen, quedando la soberanía turca
como algo ya teórico.
Además, ese Príncipe, Carol I, se convirtió
en el primer Rey de Rumania en 1881, cuando las potencias reconocieron la
independencia del país, como secuela de la derrota turca frente a rusos y
búlgaros en 1878, guerra en que los rumanos también intervinieron.
En este momento se plantearon ya los
conflictos territoriales que tan profundamente marcarían la historia del país:
Rumania no obtuvo ni la Transilvania ni la Bucovina (al N de Moldavia), que se
mantuvo también en el Imperio Austrohúngaro; tampoco la Besarabia, al E,
integrada en 1877 en el Imperio Ruso. Sí consiguió en cambio la Dobrudja (la
zona S del delta del Danubio). Más tarde, en 1913, Rumania intervendría en la
Segunda Guerra Balcánica contra Bulgaria, arrebatando a ésta la parte más
meridional de la Dobrudja, lo que sería motivo de controversia desde entonces.
En 1858 se imprimieron 7 valores de Moldavia,
con variantes; algunos de estos sellos, muy toscos, se cuentan hoy entre los
más raros y valiosos del mundo. Los primeros del Principado de Rumania son de
1862, y los más antiguos del Reino (proclamado, como se vio, en 1881) son de
1885.
Al estallar en 1914 la Primera Guerra
Mundial, el rey Carol I era sincero partidario de los Imperios Centrales, pero
esa actitud era diferente de la aliadófila de la clase política (muy influida
por Francia) y de los sectores populares (por el asunto de Transilvania). El
monarca no intentó mantener su criterio, sino que declaró la neutralidad del
país.
Muerto Carol, su sucesor y hermano Fernando I
se dejó tentar por las promesas de recuperaciones territoriales hechas por la
Entente, y Rumania entró en guerra junto a ella el 27 de agosto de 1916. La
principal campaña fue llevada a cabo por tropas alemanas muy bien dirigidas;
tras 120 días, 2/3 del territorio rumano habían sido perdidos, pese a la
colaboración, no muy efectiva, de las tropas rusas; quedaron sólo 70.000
soldados rumanos de los 450.000 que habían entrado en combate, y la resistencia
únicamente pudo continuar en el N. Sin embargo, cuando los bolcheviques dueños
del poder firmaron la paz separada de Brest-Litovski, a Rumania no le quedó
sino hacer lo mismo el 7 de mayo de 1918.
Meses más tarde, cuando se produjo el
derrumbamiento final de los Imperios Centrales, Rumania volvió a entrar en combate el 10 de noviembre
de 1918, justo el día antes del fin de la guerra en el frente occidental, y
justo a tiempo de poder figurar en el bando de los vencedores. Este final
permitió la constitución de la ‘Gran Rumania’, con la adquisición de
Transilvania y Bucovina (del extinto Imperio Austrohúngaro) y de Besarabia (del
no menos extinto Imperio Ruso).
De 1912 a 1920, esto supuso un aumento de
población desde 7.160.000 personas a 15.541.000; la superficie pasó de 130.177
Km2 a 295.049.
Sin embargo, la Gran Rumania de Fernando I
contaba con una economía débil. El malestar campesino, que ya había dado lugar
a un levantamiento en 1907, prosiguió, y forzó a los gobiernos liberales,
predominantes en esta fase y más proclives a ocuparse de la industrialización,
a realizar una reforma agraria en 1921.
Tal reforma
fue corta, limitada al reparto de una serie de fincas, sin prever las
posibilidades de mantenimiento y desarrollo de los fundos resultantes. Ni se
tuvo en cuenta la parcelación progresiva y excesiva debida al aumento
demográfico, ni la falta de capital de los campesinos ni la inexistencia de un
sistema de crédito adecuado, con lo que caían en manos de usureros.
Todo esto enlaza curiosamente con uno de los
fenómenos característicos de la Rumania de entreguerras: el antisemitismo. La
inmigración de judíos desde Galitzia, al Norte, fue fuerte durante el XIX; la
clase media, aún débil pero en crecimiento, copaba los puestos de la
administración y las profesiones liberales, forzando a los judíos a dedicarse a
toda clase de negocios; y al cabo resultó que buena parte de los arrendatarios
de grandes fincas de la nobleza, y de los prestamistas a que se veían obligados
a recurrir los campesinos endeudados, eran judíos, con las consecuencias que es
fácil imaginar.
Por otro lado, el desarrollo industrial tan
querido por los gobiernos, tampoco resultó brillante; con fuerte intervención
estatal, acabará dando lugar, ya en el reinado siguiente, a casos de notable
enriquecimiento de la camarilla que rodeará al monarca, y del monarca mismo.
En política exterior, las coordenadas son por
el momento las mismas: estrechas relaciones con Francia, pertenencia a la
Pequeña Entente y breve guerra contra el efímero régimen bolchevique de
Hungría.
Cuando en 1927 murió Fernando I (rey, por
cierto, católico romano en un país de amplia mayoría ortodoxa, igual que su
antecesor), se dio una curiosa situación. El año anterior, su hijo y presunto
heredero, Carol, sobradamente conocido ya entonces por su vida de playboy, huyó
con su amante Magda Lupescu; obligado por su padre en enero de 1926 a renunciar
al trono, se nombró heredero a su hijo Miguel, de 6 años de edad.
Al morir el rey, el nieto es proclamado rey,
con un Consejo de Regencia nombrado en el testamento por el abuelo. Pero sucede
lo inesperado: en 1930, su padre regresa repentinamente al país y, con la ayuda
de políticos descontentos, logra desplazar a su hijo y proclamarse rey con el
nombre de Carol II. Así acaba el primer reinado de Miguel I, porque aún habrá
otro, también terminado bruscamente.
El reinado de Carol II (1930 – 1940) fue un
desastre en el que se hermanaron la represión y la corrupción. Aparte de la
mala situación económica, agravada por la crisis de 1929, se las arregló para
enfrentar y debilitar a los diferentes partidos políticos, para acabar en 1938
aboliendo la Constitución y estableciendo una dictadura personal.
En política internacional se produjo un progresivo
acercamiento al Eje, al tiempo que Francia se iba debilitando y olvidando sus
antiguas alianzas. Las relaciones económicas con el Reich alemán se
intensificaron más aún a partir de 1938, con un régimen de acuerdos bilaterales
(fundamentalmente armamento a cambio de petróleo a los precios de 1938, más
bajos que los internacionales vigentes) que continuaría durante el reinado
posterior, y que permitió a Alemania disponer de un petróleo valiosísimo, en
una época en que Rumania (olvidemos el Cáucaso) era el único país europeo que
disponía de esa fuente energética.
Comenzada la Segunda Guerra Mundial, Carol II
intentó una política de neutralidad y mediación, sin resultados, llegando a la
conclusión de que el futuro de Rumania –según declaró – dependía exclusivamente
de Alemania.
En junio de 1940, tuvo que plegarse a la
exigencia soviética de ceder Besarabia y el norte de la Bucovina. Poco después,
en virtud del Arbitraje de Viena, siendo los árbitros Alemania e Italia, se vio
obligado a ceder a Hungría el norte de Transilvania, y a continuación, el sur
de la Dobrudja a Bulgaria. Tales desastres diplomáticos, junto con la cuestión
de la Guardia de Hierro, que examinaremos en seguida, provocaron una
sublevación ante la que el rey hubo de acudir al general Antonescu, que
controlaba el ejército.
El general le concedió su apoyo, pero le
exigió la abdicación en su hijo Miguel, del que ya hemos hablado.
A principios de septiembre de 1940, Carol
partió al exilio junto con la Lupescu en un tren cargado de objetos de valor.
Murió en Estoril en 1953, tras haberse casado por fin con su amante perenne en
1947.
Rasgo importante de la política rumana en el
periodo de entreguerras fue la existencia y la actuación de la ‘Legión de San
Miguel Arcángel’, nombre que fue cambiado en 1933 por el de ‘Guardia de
Hierro’, aunque sus militantes se siguieron llamando ‘legionarios’. Fundado por
Corneliu Zelea Codreanu en 1927, fue uno de los movimientos llamados ‘de
tercera vía’, tan frecuentes en la Europa del momento: antiparlamentario,
antimarxista y anticapitalista. Rasgos específicos del mismo fueron la
importancia de los ideales religiosos de la Iglesia Ortodoxa Rumana, la
frecuente y violenta presencia en las calles, y el antisemitismo.
Se extendió con rapidez entre los estudiantes
universitarios, luego entre la pequeña clase media y los campesinos. A pesar de
las estrechas relaciones de Rumania con el Reich, la influencia del
nacionalsocialismo fue menor de lo que cabría pensar, sin olvidar que Hitler
siempre desconfió del movimiento, por considerarlo en exceso volátil y difícil
de controlar. Veremos que, llegado el momento, el Führer prefirió algo más
sólido y previsible, como el general (luego mariscal) Antonescu.
En 1937, las negociaciones del soberano con
el movimiento (que ya había matado a uno de sus ministros) fracasaron, pero ese
mismo año fue la 3ª fuerza política más votada, con un 15,5% de votos.
El rey declaró la guerra a la Guardia de
Hierro: Codreanu, tras un juicio muy turbio, fue condenado a 10 años, pero
estrangulado en su celda por orden directa y personal del monarca. La respuesta
de los legionarios fue la muerte, el 21-IX-1939, del odiado ministro Tatarescu,
mano derecha del rey en el enfrentamiento.
En los días siguientes y por orden real, se
desencadenó una represión brutal, siendo ejecutados sin juicio 253 legionarios.
La jefatura del movimiento fue asumida por Horia Sima y los disturbios
continuaron. Esto, junto con el descrédito total de su persona y sus fracasos en
política exterior, determinó, como quedó dicho, la abdicación y exilio de Carol
II.
Comienza el segundo reinado de Miguel I
(nacido en 1921). Va a durar desde el 6 de septiembre-1940 hasta el 30-
diciembre- 1947. Confió el poder a Antonescu, que inicialmente formó una
alianza, no exenta de tensiones, con la Guardia de Hierro, para crear un
‘Estado nacional legionario’. El acuerdo duró poco, por las violencias y el
antisemitismo de los legionarios, de forma que, el 24 de enero de 1941, el
general, tras una guerra civil de tres días, los eliminó políticamente. Con el
respaldo del monarca y el título de ‘Conducator’, estableció una dictadura
moderada sin partidos políticos.
El gobierno de Antonescu careció de todo
contenido ideológico que no fuera el antisovietismo y el deseo de recuperación
de los territorios perdidos. No tenía simpatía hacia los alemanes y menos hacia
las doctrinas del Reich, pero consideró que la alianza con Alemania era el
único camino.
Rumania, por lo demás, estaba ya virtualmente
ocupada por Alemania, pues los yacimientos petrolíferos eran demasiado
importantes para no vigilarlos de cerca. No es de extrañar, por tanto, que el
país participara en la ofensiva conjunta contra la URSS. Por supuesto, se
recuperaron los territorios, pero el antisovietismo del Conducator lo empujó a
seguir más allá, al lado de la Wehrmacht. Se ocupó Odesa y se llegó hasta
Stalingrado, donde las cosas se torcieron, como es sabido. Precisamente fue en
el flanco defendido por los rumanos donde los soviéticos iniciaron la ofensiva,
por considerarlo más débil.
Cuando el desastre llegó a su fase final,
Antonescu, de acuerdo con el rey, inició conversaciones secretas (que
resultaron no ser tan secretas) con británicos y americanos para salir de la
guerra, pero se encontró con la exigencia de una rendición incondicional.
Antonescu vaciló; era un caballero, quería salir de la guerra, pero dignamente,
no por sorpresa y a traición como habían hecho los italianos en 1943.
El rey no vaciló; el 23 de agosto de 1944
ordenó detener al mariscal y pidió el armisticio ese mismo día; el 25, un nuevo
gobierno declaró la guerra al Eje, y el 12 de septiembre de 1944, por un
acuerdo en Moscú, renunció a Besarabia y norte de Bucovina a favor de la URSS y
al sur de la Dobrudja, pero se le permitió recuperar el norte de Transilvania.
Miguel I tuvo también la amabilidad de
entregar a Antonescu a los soviéticos, que lo retuvieron durante dos años y lo
devolvieron a Bucarest para ser fusilado tras un ‘juicio popular’.
A finales de 1944 se formó un aparente
gobierno de coalición dominado por los comunistas del PCR, que fueron ocupando
los puestos clave. Miguel I intentó en vano la intervención del Reino Unido y
de EE.UU. para evitar la caída en la órbita soviética; Stalin y Roosevelt
habían dejado todo en Yalta atado y bien atado.
En agosto de 1947 fueron declarados ilegales
los partidos no comunistas, y en diciembre el rey fue destituido y expulsado
del país. Sería autorizado a volver en 1997. Actualmente reside en Bucarest; se
le ha devuelto también el magnífico palacio-castillo de Peles, en Sinaia, que,
por su conjunción de formas tradicionales y técnicas modernas recuerda algo las
construcciones de Luis II de Baviera.
La implantación de la República Popular
supone lo consabido: nueva industrialización, nacionalización de la economía,
vinculación al Pacto de Varsovia y al COMECON, implantación de un estado
totalitario y de una férrea estructura dirigida contra cualquier disidente,
real o supuesto. No parece necesario entrar en más detalles.
Georgiu-Dej, hombre fuerte durante años,
tenía como delfín a Nicolae Ceausescu, que lo sustituyó en 1965, acompañado
siempre de su mujer Elena como coautora y corresponsable. Ceausescu acentuó la
tendencia, ya apuntada por su antecesor, de despegarse, hasta cierto punto, de
la política del Kremlin.
No abandonó el Pacto de Varsovia, pero no
refrendó la llamada ‘doctrina Breznev’, legitimadora de la intervención armada
en los países hermanos que tuvieran malos pensamientos; por eso Ceausescu se
negó a intervenir en 1968 en la Checoslovaquia de Dubcek y, años más tarde,
condenaría la aventura soviética en Afganistán. No abandonó el COMECON, pero
multiplicó los contactos comerciales con países occidentales, en detrimento de
sus vecinos e incluso de sus propios ciudadanos.
Lo antedicho, y otros gestos similares, le
hicieron ganar los mimos y la adulación de muchos países occidentales,
seguidores de una política tan cándida como estúpida. No tuvieron en cuenta
que, en buena parte, el relativo alejamiento del rumano respecto a Moscú tenía
como motivo la negativa de Ceausescu a seguir los tímidos pasos de la
desestalinización primero, de la glastnost y perestroika después, y de ninguna
manera una suavización de su régimen.
En cualquier caso, la economía empezó a
deteriorarse, como en los otros países del bloque, y la deuda exterior a
aumentar. Ceausescu, para disminuir ésta, impuso la exportación al máximo de
recursos, llegándose, en la década de los ochenta, a un desabastecimiento
peligroso en recursos alimenticios, energía eléctrica y calefacción, con lo que
el descontento fue aumentando.
La política territorial fue más que
discutible, y todavía en la Rumania de hoy pueden verse los resultados: la red
viaria bastante lamentable, la motorización escasa, numerosos pueblos con formas
de vida casi medievales, y distintos centros comarcales formados por bloques de
hormigón, con urbanismo deficiente y, por supuesto, estética nula, en los que
se trataba de concentrar a la población campesina.
No fueron mejor las cosas en la capital.
Bucarest era llamada, por supuesto con exageración, la ‘París del Este’, por
sus numerosos edificios de buen gusto construidos en el XIX y primer tercio del
XX. Los pocos que han sobrevivido aparecen intercalados con largas hileras de
enormes y horribles bloques de hormigón, bien conocidos para todo el que haya
recorrido la Europa del Este.
En contraste con la penuria de los últimos
años, como manifestación de la megalomanía de Ceausescu y ejemplo faraónico de
la denominada ‘arquitectura del Poder’, resulta imperativo hacer una referencia
al 2º edificio mayor del mundo (sólo detrás del Pentágono de Washington): la
Casa del Pueblo, hoy Parlamento, de Bucarest. Iniciado en 1985, supuso el
derribo de varios barrios, con más de 7.000 casas, aunque si se suma las que
cayeron para dejar espacio a la enorme avenida que desemboca en él, se calcula
que la demolición afectó a 1/5 de la ciudad.
Tiene 12 plantas en superficie y 8
subterráneas (de éstas, 4 sin terminar), 1.100 habitaciones, 315.000 m2 de
extensión, de los que más de 250.000 sobrepasan los 80 m de altura. Se
utilizaron para la decoración, por lo demás sumamente fría, los más ricos
materiales, la mayor parte de importación, y trabajaron en él unas 20.000
personas en turnos durante 24 horas, con miles de arquitectos e ingenieros.
Había de ser, además de la residencia
presidencial, sede de todos los fastos del sistema. En 1990 se consideró el
destruirlo mediante bombardeos o cubrirlo con un gigantesco túmulo de tierra,
como monumento contra el comunismo. Al final se instaló el Parlamento, pero la
mayor parte del inmenso edificio continúa sin utilizar.
El régimen comunista rumano fue al final el
único de los de Europa Oriental que cayó mediante una revolución sangrienta:
1.104 muertos, 162 de ellos en las protestas que tuvieron lugar entre el 16 y
el 22 de diciembre de 1989; los restantes, en los disturbios habidos durante la
fase inmediatamente posterior, hasta la toma del poder por el autodesignado
Frente de Salvación Nacional.
Ya en noviembre Gorbachov había aconsejado a
Ceausescu que dejara el poder; en parecidas fechas, varios miembros del Consejo
Ejecutivo del PCR se habían manifestado en similares términos; también hay
indicios, aunque poco claros, de una conspiración militar en marcha. El
presidente, flanqueado como de costumbre por su esposa Elena, hizo caso omiso a
todo.
Los incidentes se desencadenaron primero con
violencia en el centro industrial de Timisoara, al SO del país, el 16 de
diciembre, actuando como chispa la destitución y desahucio arbitrario de un
pastor luterano magiar, Laszlo Tokés, considerado como disidente. La ciudad se
hundió en el desorden.
Ceausescu convocó ante el consabido Palacio
el día 21 una gran concentración para denunciar a los rebeldes de Timisoara.
Con gran estupefacción por su parte, la cosa salió precisamente al revés: fue
ruidosamente abucheado hasta que le tuvieron que sacar del balcón. El desorden
se extendió, con enfrentamientos violentos entre numerosos manifestantes, por
un lado, y la policía, incluyendo unidades especiales, y la Securitate por
otro. Más tarde aparecerían también unidades del ejército mientras los
revoltosos asaltaban y ocupaban la sede del Partido.
El 23 huyó Ceausescu con su mujer en
helicóptero. En Targeviste fueron detenidos y conducidos a un cuartel. El 25 de
diciembre fueron juzgados y condenados a muerte por un tribunal constituido ex
profeso, por cargos de genocidio, daños a la economía nacional, enriquecimiento
ilícito y uso de las fuerzas armadas contra civiles. La ejecución tuvo lugar el
mismo día.
En Bucarest continuaron las alteraciones
hasta el 27, cuando se constituyó una Junta de Salvación Nacional formada en su
mayoría por miembros del PCR de segunda fila o en desgracia. La Junta aprovechó
su posición para lanzar violentos ataques contra los partidos liberales y
demócratas que habían funcionado en la clandestinidad.
En aquellos días pareció todo muy confuso;
hoy el paso del tiempo nos permite perspectivas más amplias. Parece necesario
concluir que la mayoría de los miembros de las cúpulas política y militar
habían llegado a la conclusión de que la situación era insostenible y de que
Ceausescu estaba quemado y por ende sobraba. Aprovecharon los desórdenes del
día 21, sin duda espontáneos, para deshacerse del incómodo Presidente de manera
rápida y definitiva, para, después, salvar lo que se pudiera con los cambios de
etiqueta y denominación que fueran necesarios, y, de paso, evitar una probable
guerra civil. Esto explica lo que de momento pareció incomprensible: la
repentina aparición de un tribunal de civiles en un centro militar y su
actuación en el mismo; todo ello unido al hecho de que los miembros de la
flamante Junta de Salvación no se habían caracterizado hasta entonces por su
oposición al sistema imperante desde 1945.
En la entrada siguiente nos ocuparemos de la
Rumania posterior y actual.
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