viernes, 6 de julio de 2012

RUMANIA I


RUMANIA         Europa Oriental

Rumania (o Rumanía, forma también admitida) es un país de Europa Oriental con costas al Mar Negro (unos 200 Km), situado al E de Hungría y al N de Bulgaria.

La primera referencia obligada al territorio es la conquista por el emperador Trajano de la Dacia, coincidente en parte con él, en el año 107. La presencia militar romana no duró mucho, pues, dado el avance de los pueblos germánicos, el emperador Aureliano consideró prudente la retirada al Sur del Danubio a fines del siglo III, pero quedó una población de colonos que siguió ejerciendo influencia cultural y lingüística a través de sucesivas invasiones. El uso del término ‘romanus’ para designar a sus habitantes está documentado desde el siglo XVI, aunque la palabra ‘Romania’ sólo apareciera a comienzos del XIX.

Godos, gépidos, ávaros y búlgaros pasaron por allí, sin perjuicio de la influencia cultural bizantina, tan manifiesta, por citar un ejemplo notable, en las pinturas de las iglesias del Sur de la Bucovina. Ya hablaremos de Transilvania, conquistada por los húngaros entre los siglos XI y XIII e incluida en su reino hasta la oleada turca del XVI. No cabe olvidar tampoco la colonización por alemanes (llamados en el país ‘sajones’), en su mayor parte luteranos, a partir del XVI.

A través de los siglos, se consolidaron dinastías locales de voivodas (príncipes), algunos de las cuales lucharon en el siglo XV contra los turcos en expansión, como Vlad Dracul, conocido por motivos espúreos que no tienen nada que ver aquí. Pero, después de la victoria otomana en Mohacs (1526), no cabía sino la sumisión. Sin embargo, el dominio turco no fue muy opresivo, limitándose por lo general a la exigencia de vasallaje y tributos.


Poco a poco, se fueron consolidando en la Edad Moderna tres grandes principados: Moldavia al N, Valaquia al S y Transilvania (en poder de los Habsburgo y luego del Imperio Austrohúngaro) al O. La religión ortodoxa siempre fue elemento fundamental de cohesión de la mayoría de la población.

En el siglo XIX, en el contexto del nacionalismo de la época y del debilitamiento del imperio turco, Alejandro Ioan Cuza (1859-1866) fue el primer gobernante de los ‘Principados Unidos de Moldavia y Valaquia’, pero, a consecuencia de sus reformas, fue obligado a abdicar por los sectores más reaccionarios. Se optó por traer a un príncipe extranjero, Carol de Hohenzollern – Sigmaringen, quedando la soberanía turca como algo ya teórico.

Además, ese Príncipe, Carol I, se convirtió en el primer Rey de Rumania en 1881, cuando las potencias reconocieron la independencia del país, como secuela de la derrota turca frente a rusos y búlgaros en 1878, guerra en que los rumanos también intervinieron.

En este momento se plantearon ya los conflictos territoriales que tan profundamente marcarían la historia del país: Rumania no obtuvo ni la Transilvania ni la Bucovina (al N de Moldavia), que se mantuvo también en el Imperio Austrohúngaro; tampoco la Besarabia, al E, integrada en 1877 en el Imperio Ruso. Sí consiguió en cambio la Dobrudja (la zona S del delta del Danubio). Más tarde, en 1913, Rumania intervendría en la Segunda Guerra Balcánica contra Bulgaria, arrebatando a ésta la parte más meridional de la Dobrudja, lo que sería motivo de controversia desde entonces.

En 1858 se imprimieron 7 valores de Moldavia, con variantes; algunos de estos sellos, muy toscos, se cuentan hoy entre los más raros y valiosos del mundo. Los primeros del Principado de Rumania son de 1862, y los más antiguos del Reino (proclamado, como se vio, en 1881) son de 1885.

Al estallar en 1914 la Primera Guerra Mundial, el rey Carol I era sincero partidario de los Imperios Centrales, pero esa actitud era diferente de la aliadófila de la clase política (muy influida por Francia) y de los sectores populares (por el asunto de Transilvania). El monarca no intentó mantener su criterio, sino que declaró la neutralidad del país.

Muerto Carol, su sucesor y hermano Fernando I se dejó tentar por las promesas de recuperaciones territoriales hechas por la Entente, y Rumania entró en guerra junto a ella el 27 de agosto de 1916. La principal campaña fue llevada a cabo por tropas alemanas muy bien dirigidas; tras 120 días, 2/3 del territorio rumano habían sido perdidos, pese a la colaboración, no muy efectiva, de las tropas rusas; quedaron sólo 70.000 soldados rumanos de los 450.000 que habían entrado en combate, y la resistencia únicamente pudo continuar en el N. Sin embargo, cuando los bolcheviques dueños del poder firmaron la paz separada de Brest-Litovski, a Rumania no le quedó sino hacer lo mismo el 7 de mayo de 1918.

Meses más tarde, cuando se produjo el derrumbamiento final de los Imperios Centrales, Rumania  volvió a entrar en combate el 10 de noviembre de 1918, justo el día antes del fin de la guerra en el frente occidental, y justo a tiempo de poder figurar en el bando de los vencedores. Este final permitió la constitución de la ‘Gran Rumania’, con la adquisición de Transilvania y Bucovina (del extinto Imperio Austrohúngaro) y de Besarabia (del no menos extinto Imperio Ruso).


De 1912 a 1920, esto supuso un aumento de población desde 7.160.000 personas a 15.541.000; la superficie pasó de 130.177 Km2 a 295.049.

Sin embargo, la Gran Rumania de Fernando I contaba con una economía débil. El malestar campesino, que ya había dado lugar a un levantamiento en 1907, prosiguió, y forzó a los gobiernos liberales, predominantes en esta fase y más proclives a ocuparse de la industrialización, a realizar una reforma agraria en 1921.

Tal reforma  fue corta, limitada al reparto de una serie de fincas, sin prever las posibilidades de mantenimiento y desarrollo de los fundos resultantes. Ni se tuvo en cuenta la parcelación progresiva y excesiva debida al aumento demográfico, ni la falta de capital de los campesinos ni la inexistencia de un sistema de crédito adecuado, con lo que caían en manos de usureros.

Todo esto enlaza curiosamente con uno de los fenómenos característicos de la Rumania de entreguerras: el antisemitismo. La inmigración de judíos desde Galitzia, al Norte, fue fuerte durante el XIX; la clase media, aún débil pero en crecimiento, copaba los puestos de la administración y las profesiones liberales, forzando a los judíos a dedicarse a toda clase de negocios; y al cabo resultó que buena parte de los arrendatarios de grandes fincas de la nobleza, y de los prestamistas a que se veían obligados a recurrir los campesinos endeudados, eran judíos, con las consecuencias que es fácil imaginar.

Por otro lado, el desarrollo industrial tan querido por los gobiernos, tampoco resultó brillante; con fuerte intervención estatal, acabará dando lugar, ya en el reinado siguiente, a casos de notable enriquecimiento de la camarilla que rodeará al monarca, y del monarca mismo.

En política exterior, las coordenadas son por el momento las mismas: estrechas relaciones con Francia, pertenencia a la Pequeña Entente y breve guerra contra el efímero régimen bolchevique de Hungría.

Cuando en 1927 murió Fernando I (rey, por cierto, católico romano en un país de amplia mayoría ortodoxa, igual que su antecesor), se dio una curiosa situación. El año anterior, su hijo y presunto heredero, Carol, sobradamente conocido ya entonces por su vida de playboy, huyó con su amante Magda Lupescu; obligado por su padre en enero de 1926 a renunciar al trono, se nombró heredero a su hijo Miguel, de 6 años de edad.

Al morir el rey, el nieto es proclamado rey, con un Consejo de Regencia nombrado en el testamento por el abuelo. Pero sucede lo inesperado: en 1930, su padre regresa repentinamente al país y, con la ayuda de políticos descontentos, logra desplazar a su hijo y proclamarse rey con el nombre de Carol II. Así acaba el primer reinado de Miguel I, porque aún habrá otro, también terminado bruscamente.

El reinado de Carol II (1930 – 1940) fue un desastre en el que se hermanaron la represión y la corrupción. Aparte de la mala situación económica, agravada por la crisis de 1929, se las arregló para enfrentar y debilitar a los diferentes partidos políticos, para acabar en 1938 aboliendo la Constitución y estableciendo una dictadura personal.

En política internacional se produjo un progresivo acercamiento al Eje, al tiempo que Francia se iba debilitando y olvidando sus antiguas alianzas. Las relaciones económicas con el Reich alemán se intensificaron más aún a partir de 1938, con un régimen de acuerdos bilaterales (fundamentalmente armamento a cambio de petróleo a los precios de 1938, más bajos que los internacionales vigentes) que continuaría durante el reinado posterior, y que permitió a Alemania disponer de un petróleo valiosísimo, en una época en que Rumania (olvidemos el Cáucaso) era el único país europeo que disponía de esa fuente energética.

Comenzada la Segunda Guerra Mundial, Carol II intentó una política de neutralidad y mediación, sin resultados, llegando a la conclusión de que el futuro de Rumania –según declaró – dependía exclusivamente de Alemania.

En junio de 1940, tuvo que plegarse a la exigencia soviética de ceder Besarabia y el norte de la Bucovina. Poco después, en virtud del Arbitraje de Viena, siendo los árbitros Alemania e Italia, se vio obligado a ceder a Hungría el norte de Transilvania, y a continuación, el sur de la Dobrudja a Bulgaria. Tales desastres diplomáticos, junto con la cuestión de la Guardia de Hierro, que examinaremos en seguida, provocaron una sublevación ante la que el rey hubo de acudir al general Antonescu, que controlaba el ejército.

El general le concedió su apoyo, pero le exigió la abdicación en su hijo Miguel, del que ya hemos hablado.

A principios de septiembre de 1940, Carol partió al exilio junto con la Lupescu en un tren cargado de objetos de valor. Murió en Estoril en 1953, tras haberse casado por fin con su amante perenne en 1947.

Rasgo importante de la política rumana en el periodo de entreguerras fue la existencia y la actuación de la ‘Legión de San Miguel Arcángel’, nombre que fue cambiado en 1933 por el de ‘Guardia de Hierro’, aunque sus militantes se siguieron llamando ‘legionarios’. Fundado por Corneliu Zelea Codreanu en 1927, fue uno de los movimientos llamados ‘de tercera vía’, tan frecuentes en la Europa del momento: antiparlamentario, antimarxista y anticapitalista. Rasgos específicos del mismo fueron la importancia de los ideales religiosos de la Iglesia Ortodoxa Rumana, la frecuente y violenta presencia en las calles, y el antisemitismo.

Se extendió con rapidez entre los estudiantes universitarios, luego entre la pequeña clase media y los campesinos. A pesar de las estrechas relaciones de Rumania con el Reich, la influencia del nacionalsocialismo fue menor de lo que cabría pensar, sin olvidar que Hitler siempre desconfió del movimiento, por considerarlo en exceso volátil y difícil de controlar. Veremos que, llegado el momento, el Führer prefirió algo más sólido y previsible, como el general (luego mariscal) Antonescu.

En 1937, las negociaciones del soberano con el movimiento (que ya había matado a uno de sus ministros) fracasaron, pero ese mismo año fue la 3ª fuerza política más votada, con un 15,5% de votos.

El rey declaró la guerra a la Guardia de Hierro: Codreanu, tras un juicio muy turbio, fue condenado a 10 años, pero estrangulado en su celda por orden directa y personal del monarca. La respuesta de los legionarios fue la muerte, el 21-IX-1939, del odiado ministro Tatarescu, mano derecha del rey en el enfrentamiento.

En los días siguientes y por orden real, se desencadenó una represión brutal, siendo ejecutados sin juicio 253 legionarios. La jefatura del movimiento fue asumida por Horia Sima y los disturbios continuaron. Esto, junto con el descrédito total de su persona y sus fracasos en política exterior, determinó, como quedó dicho, la abdicación y exilio de Carol II.

Comienza el segundo reinado de Miguel I (nacido en 1921). Va a durar desde el 6 de septiembre-1940 hasta el 30- diciembre- 1947. Confió el poder a Antonescu, que inicialmente formó una alianza, no exenta de tensiones, con la Guardia de Hierro, para crear un ‘Estado nacional legionario’. El acuerdo duró poco, por las violencias y el antisemitismo de los legionarios, de forma que, el 24 de enero de 1941, el general, tras una guerra civil de tres días, los eliminó políticamente. Con el respaldo del monarca y el título de ‘Conducator’, estableció una dictadura moderada sin partidos políticos.

El gobierno de Antonescu careció de todo contenido ideológico que no fuera el antisovietismo y el deseo de recuperación de los territorios perdidos. No tenía simpatía hacia los alemanes y menos hacia las doctrinas del Reich, pero consideró que la alianza con Alemania era el único camino.

Rumania, por lo demás, estaba ya virtualmente ocupada por Alemania, pues los yacimientos petrolíferos eran demasiado importantes para no vigilarlos de cerca. No es de extrañar, por tanto, que el país participara en la ofensiva conjunta contra la URSS. Por supuesto, se recuperaron los territorios, pero el antisovietismo del Conducator lo empujó a seguir más allá, al lado de la Wehrmacht. Se ocupó Odesa y se llegó hasta Stalingrado, donde las cosas se torcieron, como es sabido. Precisamente fue en el flanco defendido por los rumanos donde los soviéticos iniciaron la ofensiva, por considerarlo más débil.

Cuando el desastre llegó a su fase final, Antonescu, de acuerdo con el rey, inició conversaciones secretas (que resultaron no ser tan secretas) con británicos y americanos para salir de la guerra, pero se encontró con la exigencia de una rendición incondicional. Antonescu vaciló; era un caballero, quería salir de la guerra, pero dignamente, no por sorpresa y a traición como habían hecho los italianos en 1943.

El rey no vaciló; el 23 de agosto de 1944 ordenó detener al mariscal y pidió el armisticio ese mismo día; el 25, un nuevo gobierno declaró la guerra al Eje, y el 12 de septiembre de 1944, por un acuerdo en Moscú, renunció a Besarabia y norte de Bucovina a favor de la URSS y al sur de la Dobrudja, pero se le permitió recuperar el norte de Transilvania.


Miguel I tuvo también la amabilidad de entregar a Antonescu a los soviéticos, que lo retuvieron durante dos años y lo devolvieron a Bucarest para ser fusilado tras un ‘juicio popular’.

A finales de 1944 se formó un aparente gobierno de coalición dominado por los comunistas del PCR, que fueron ocupando los puestos clave. Miguel I intentó en vano la intervención del Reino Unido y de EE.UU. para evitar la caída en la órbita soviética; Stalin y Roosevelt habían dejado todo en Yalta atado y bien atado.

En agosto de 1947 fueron declarados ilegales los partidos no comunistas, y en diciembre el rey fue destituido y expulsado del país. Sería autorizado a volver en 1997. Actualmente reside en Bucarest; se le ha devuelto también el magnífico palacio-castillo de Peles, en Sinaia, que, por su conjunción de formas tradicionales y técnicas modernas recuerda algo las construcciones de Luis II de Baviera.

La implantación de la República Popular supone lo consabido: nueva industrialización, nacionalización de la economía, vinculación al Pacto de Varsovia y al COMECON, implantación de un estado totalitario y de una férrea estructura dirigida contra cualquier disidente, real o supuesto. No parece necesario entrar en más detalles.

Georgiu-Dej, hombre fuerte durante años, tenía como delfín a Nicolae Ceausescu, que lo sustituyó en 1965, acompañado siempre de su mujer Elena como coautora y corresponsable. Ceausescu acentuó la tendencia, ya apuntada por su antecesor, de despegarse, hasta cierto punto, de la política del Kremlin.

No abandonó el Pacto de Varsovia, pero no refrendó la llamada ‘doctrina Breznev’, legitimadora de la intervención armada en los países hermanos que tuvieran malos pensamientos; por eso Ceausescu se negó a intervenir en 1968 en la Checoslovaquia de Dubcek y, años más tarde, condenaría la aventura soviética en Afganistán. No abandonó el COMECON, pero multiplicó los contactos comerciales con países occidentales, en detrimento de sus vecinos e incluso de sus propios ciudadanos.

Lo antedicho, y otros gestos similares, le hicieron ganar los mimos y la adulación de muchos países occidentales, seguidores de una política tan cándida como estúpida. No tuvieron en cuenta que, en buena parte, el relativo alejamiento del rumano respecto a Moscú tenía como motivo la negativa de Ceausescu a seguir los tímidos pasos de la desestalinización primero, de la glastnost y perestroika después, y de ninguna manera una suavización de su régimen.

En cualquier caso, la economía empezó a deteriorarse, como en los otros países del bloque, y la deuda exterior a aumentar. Ceausescu, para disminuir ésta, impuso la exportación al máximo de recursos, llegándose, en la década de los ochenta, a un desabastecimiento peligroso en recursos alimenticios, energía eléctrica y calefacción, con lo que el descontento fue aumentando.

La política territorial fue más que discutible, y todavía en la Rumania de hoy pueden verse los resultados: la red viaria bastante lamentable, la motorización escasa, numerosos pueblos con formas de vida casi medievales, y distintos centros comarcales formados por bloques de hormigón, con urbanismo deficiente y, por supuesto, estética nula, en los que se trataba de concentrar a la población campesina.

No fueron mejor las cosas en la capital. Bucarest era llamada, por supuesto con exageración, la ‘París del Este’, por sus numerosos edificios de buen gusto construidos en el XIX y primer tercio del XX. Los pocos que han sobrevivido aparecen intercalados con largas hileras de enormes y horribles bloques de hormigón, bien conocidos para todo el que haya recorrido la Europa del Este.

En contraste con la penuria de los últimos años, como manifestación de la megalomanía de Ceausescu y ejemplo faraónico de la denominada ‘arquitectura del Poder’, resulta imperativo hacer una referencia al 2º edificio mayor del mundo (sólo detrás del Pentágono de Washington): la Casa del Pueblo, hoy Parlamento, de Bucarest. Iniciado en 1985, supuso el derribo de varios barrios, con más de 7.000 casas, aunque si se suma las que cayeron para dejar espacio a la enorme avenida que desemboca en él, se calcula que la demolición afectó a 1/5 de la ciudad.

Tiene 12 plantas en superficie y 8 subterráneas (de éstas, 4 sin terminar), 1.100 habitaciones, 315.000 m2 de extensión, de los que más de 250.000 sobrepasan los 80 m de altura. Se utilizaron para la decoración, por lo demás sumamente fría, los más ricos materiales, la mayor parte de importación, y trabajaron en él unas 20.000 personas en turnos durante 24 horas, con miles de arquitectos e ingenieros.

Había de ser, además de la residencia presidencial, sede de todos los fastos del sistema. En 1990 se consideró el destruirlo mediante bombardeos o cubrirlo con un gigantesco túmulo de tierra, como monumento contra el comunismo. Al final se instaló el Parlamento, pero la mayor parte del inmenso edificio continúa sin utilizar.

El régimen comunista rumano fue al final el único de los de Europa Oriental que cayó mediante una revolución sangrienta: 1.104 muertos, 162 de ellos en las protestas que tuvieron lugar entre el 16 y el 22 de diciembre de 1989; los restantes, en los disturbios habidos durante la fase inmediatamente posterior, hasta la toma del poder por el autodesignado Frente de Salvación Nacional.

Ya en noviembre Gorbachov había aconsejado a Ceausescu que dejara el poder; en parecidas fechas, varios miembros del Consejo Ejecutivo del PCR se habían manifestado en similares términos; también hay indicios, aunque poco claros, de una conspiración militar en marcha. El presidente, flanqueado como de costumbre por su esposa Elena, hizo caso omiso a todo.

Los incidentes se desencadenaron primero con violencia en el centro industrial de Timisoara, al SO del país, el 16 de diciembre, actuando como chispa la destitución y desahucio arbitrario de un pastor luterano magiar, Laszlo Tokés, considerado como disidente. La ciudad se hundió en el desorden.

Ceausescu convocó ante el consabido Palacio el día 21 una gran concentración para denunciar a los rebeldes de Timisoara. Con gran estupefacción por su parte, la cosa salió precisamente al revés: fue ruidosamente abucheado hasta que le tuvieron que sacar del balcón. El desorden se extendió, con enfrentamientos violentos entre numerosos manifestantes, por un lado, y la policía, incluyendo unidades especiales, y la Securitate por otro. Más tarde aparecerían también unidades del ejército mientras los revoltosos asaltaban y ocupaban la sede del Partido.

El 23 huyó Ceausescu con su mujer en helicóptero. En Targeviste fueron detenidos y conducidos a un cuartel. El 25 de diciembre fueron juzgados y condenados a muerte por un tribunal constituido ex profeso, por cargos de genocidio, daños a la economía nacional, enriquecimiento ilícito y uso de las fuerzas armadas contra civiles. La ejecución tuvo lugar el mismo día.

En Bucarest continuaron las alteraciones hasta el 27, cuando se constituyó una Junta de Salvación Nacional formada en su mayoría por miembros del PCR de segunda fila o en desgracia. La Junta aprovechó su posición para lanzar violentos ataques contra los partidos liberales y demócratas que habían funcionado en la clandestinidad.

En aquellos días pareció todo muy confuso; hoy el paso del tiempo nos permite perspectivas más amplias. Parece necesario concluir que la mayoría de los miembros de las cúpulas política y militar habían llegado a la conclusión de que la situación era insostenible y de que Ceausescu estaba quemado y por ende sobraba. Aprovecharon los desórdenes del día 21, sin duda espontáneos, para deshacerse del incómodo Presidente de manera rápida y definitiva, para, después, salvar lo que se pudiera con los cambios de etiqueta y denominación que fueran necesarios, y, de paso, evitar una probable guerra civil. Esto explica lo que de momento pareció incomprensible: la repentina aparición de un tribunal de civiles en un centro militar y su actuación en el mismo; todo ello unido al hecho de que los miembros de la flamante Junta de Salvación no se habían caracterizado hasta entonces por su oposición al sistema imperante desde 1945.



En la entrada siguiente nos ocuparemos de la Rumania posterior y actual.


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