BÉLGICA (Europa Occidental)
Capital: Bruselas
Forma de gobierno: Monarquía parlamentaria y
federal
Independencia (de los Países Bajos): 24 de
octubre de 1830
Superficie: 30.528 Km2 (135º)
Población: 10.444.268 hab (83º) Densidad: 342
hab/Km2
PIB/cápita: 38.100 $ (31º)
Miembro de: UE, OTAN, Benelux
Es un país de Europa Occidental, uno de los
miembros fundadores de la Unión Europea, cuyas instituciones principales tienen
su sede en la capital, Bruselas; también la tienen otras organizaciones
internacionales, como la OTAN.
Está lingüística y culturalmente dividida.
Tiene tres lenguas oficiales: el 60% de su población, principalmente en la
región de Flandes, habla neerlandés, mientras que cerca del 35% habla francés
(en la región de Valonia y en la región de Bruselas – Capital, zona
estrictamente bilingüe que asimismo cuenta con una importante minoría de
hablantes del neerlandés). Menos de un 1% forman la comunidad germanófona, en
el Este del país. Tal diversidad, como veremos, ha condicionado la vida de
Bélgica y parece haber llegado en la actualidad casi a un punto límite.
A principios del siglo XVI, Carlos I de
España y V de Alemania, recibió los Países Bajos como parte de la herencia
borgoñona procedente de su linaje paterno. Él mismo había nacido allí, en Gante,
en el año 1500. Al abdicar en 1556, los cedió a su hijo Felipe II de España. A
lo largo de la llamada “guerra de los ochenta años”, se fue forjando la
separación entre las Provincias Unidas del norte, cuya independencia fue
reconocida por España en 1648, origen del actual Reino neerlandés, y, por otra
parte, los ‘Países Bajos del Sur’.
Éstos últimos siguieron administrados por los
Habsburgo españoles durante el siglo XVII (con algunos mordiscos en favor de la
Francia de Luis XIV), y por los Habsburgo austriacos en el siglo XVIII.
No detallaremos los cambios introducidos por
la ocupación francesa en los períodos revolucionario y napoleónico. Concluida
esta etapa, surge en el Congreso de Viena el nuevo Reino de los Países Bajos,
que engloba también la zona Sur, es decir, la actual Bélgica.
La élite
administrativa de lengua y cultura francesa que se ha formado en la etapa
anterior, parece haber sido el motor de la revolución que, en 1830, separa la
parte sur, la cual va a llamarse ahora ‘Bélgica’, del resto del reino
neerlandés (que, sin embargo, logrará mantener por la fuerza la provincia
meridional de Limburgo).
Los nuevos belgas se reúnen en un congreso y
ofrecen en un primer momento el territorio al nuevo rey de Francia, Luis
Felipe; pero Gran Bretaña no está dispuesta a permitir esa expansión francesa
frente a ella, al otro lado del Paso de Calais. La diplomacia británica se pone
en marcha rápidamente en busca de un nuevo Rey para un nuevo Reino. Lo
encuentra en la persona de alguien ya vinculado al Reino Unido: Leopoldo, de la
familia alemana de los Sajonia – Coburgo – Gotha, antaño esposo, y ahora ya
viudo, de la única hija de Jorge IV de Inglaterra.
Tenemos aquí la Casa de donde saldrán los
‘Reyes de los Belgas’ (título que asumen por escrúpulos liberales propios de la
época).
Permítasenos una pequeña digresión para
señalar lo impresionante de la proyección de esta pequeña Casa alemana de
Turingia sobre las monarquías europeas; se trata de una empresa, perfectamente
planificada y utilizando una diplomacia exquisita, para producir sementales
reales que instalar en muy variados tronos de Europa, como titulares o como
consortes, con la correspondiente progenie en ambos casos.
Su mayor éxito (positivo para el país de
destino) será instalar a Alberto, cuidadosamente educado para ello y sobrino
del nuevo Rey belga, que lo sugiere como candidato, en el puesto de Príncipe
Consorte del Reino Unido, progenitor por tanto de la numerosa descendencia
victoriana.
En España, el rey viudo de Portugal,
Fernando, perteneciente a la familia de marras, será por dos veces invitado (en
vano) por el general Prim para ocupar el puesto vacante por el destronamiento
en 1868 de Isabel II; de todas formas, al final, en este año de gracia de 2013,
ocupa el trono español un descendiente en línea consanguínea directa de los
Sajonia – Coburgo – Gotha.
Otras Casas Reales favorecidas por ese destino son,
además de Bélgica, Reino Unido y Portugal, las de Rusia, Bulgaria y Noruega.
Para una pequeña familia no está nada de mal.
Puestos a hablar de testas coronadas, ¿por
qué no utilizar el método, para señalar diversos hechos sobresalientes en la
historia del país belga, de hacer una reseña de sus sucesivos monarcas? Sistema
peligroso éste, del que en modo alguno se debe abusar, pero alguna vez cabe
permitirse la licencia.
Leopoldo I (1830-1865) hubo de proteger el
reino frente a las amenazas de anexión del francés Napoleón III. Supo mantener
el país en calma durante las sacudidas revolucionarias de 1848. Fomentó la
apertura de la primera línea férrea de Europa continental (Bruselas – Malinas,
1825). El busto de este rey aparece en la primera emisión de sellos belgas, en
1849, con la leyenda en francés (el bilingüismo no aparecerá hasta 1893, pero,
eso sí, a rajatabla). De sexualidad incontrolada, se pasó de la raya en sus
aventuras extraconyugales.
La mancha más negra en la reputación de la
dinastía se debe a su hijo, Leopoldo II (1865-1909). Las hazañas de ese
monstruo, uno de los personajes más siniestros de la Historia europea, exigen
una documentación adecuada. Escribieron sobre ellas muchas plumas conocidas, de
Roger Casement a Mark Twain, pasando por Conan Doyle, pero hemos escogido como
fuente principal el libro “Royal Babylon” (edit. Virgin, 1999, Londres; no
parece haber traducción al español, y es una verdadera lástima).
Alto, de aspecto cadavérico, con nariz
ganchuda, abstemio y obsesionado por el ejercicio físico, no hablaremos ahora
de sus hazañas en el Congo, del que se apoderó a título personal gracias al
despiste inicial de las potencias en la Conferencia de Berlín de 1878, y que le
sirvió para organizar el más terrible genocidio de la historia colonial y para
llenarse los bolsillos, hasta que el gobierno belga se hartó y reclamó el
territorio en 1908. Todo eso se tratará en la entrada ‘Congo belga’.
Su prima la reina Victoria lo consideraba
‘extraño’, y en alguna ocasión comentó que debía estar mal de la cabeza. En
palabras de Mark Twain, “su personalidad causará vergüenza en el infierno
cuando llegue allí, lo cual esperemos – y deseemos –que sea pronto”.
Sus escándalos sexuales hicieron que su padre
quedase, en comparación, como un tímido y púdico personaje. El periódico ‘Pall
Mall Gazette’ publicó un artículo sobre prostitución infantil en la capital
inglesa, en el que citaba al rey de los belgas como cliente asiduo de una tal
Mrs. Jeffries, especializada en procurar jovencitas a pedófilos selectos;
Leopoldo no se molestó ni en refutar la acusación ni en querellarse. Su
biógrafo Ludwig Bauer escribió: “No puede decirse que ningún escrúpulo moral
retrajese al rey de los belgas de las fechorías que se le atribuyen. Pagaba por
lo que quería, y lo tomaba”.
La reputación del soberano alcanzó
proporciones épicas. Con ocasión de una visita de Estado a Alemania, la
emperatriz Guillerma, ‘el león del Rhin’, ordenó al capellán de la Corte, una
vez que el huésped se hubo marchado, exorcizar todas las habitaciones que había
ocupado; el presidente Theodore Roosevelt se negó a permitirle la entrada en
los EE.UU. cuando el soberano quiso visitar la Exposición de San Luis. El mismo
Bertie (el futuro Eduardo VII), que no era considerado precisamente como modelo
de virtudes, estimó prudente mantenerse lo más alejado posible de él.
Condenó a sus hijas, Luisa y Estefanía, a dos
matrimonios desgraciados con dos impresentables. Cuando la primera, harta de
vegetar en el castillo húngaro de su marido Felipe de Sajonia – Coburgo, lo
engañó con un conde local, Leopoldo la recluyó en un manicomio; años más tarde,
el conde magiar, ya liberado de su prisión, la ayudó a su vez a escapar de la
suya.
Estefanía (la ‘rosa de Brabante’, como ella
gustaba de llamarse), que era dada a cantar, pero con una voz tal que los
animales domésticos huían de la sala, fue casada con el archiduque Rodolfo, el
del suicidio de Mayerling (ver entrada ‘Austria 1’), y con eso está dicho todo.
Más tarde, las dos hijas, unidas, reclamaron
la herencia de su madre. Rechazada la petición por Leopoldo, lo demandaron y,
claro está, los tribunales belgas fallaron a favor del soberano. Las hijas se
vengaron escribiendo sendos libros de memorias.
A los 74 años, ya muy enfermo, se casó con
una prostituta francesa menor de veinte años, tras nombrarla baronesa de
Vaughan. A los tres días, el rey murió a raíz de una operación que pretendía
eliminar una piedra en su vejiga. Como dicen los italianos, ‘un bel morir tutta
una vita onora’.
Alberto I, sobrino y sucesor del anterior
(1909 - 1934), ha pasado en cambio a la Historia como un personaje claramente
positivo. Su recuerdo va ligado a su actuación en la Primera Guerra Mundial. El
Kaiser, que quería atacar París según las prescripciones del ‘Plan Schlieffen’,
pidió paso para su ejército a través de Bélgica. Alberto se negó, y Alemania
invadió prácticamente la totalidad del país. El rey Alberto, con bravura y
eficacia, se puso al frente del ejército para defender el rincón que había
quedado sin ocupar, al lado de británicos y franceses.
En 1934, subió al trono su hijo Leopoldo III
(1934 - 1951). Fue una víctima, elegida como ‘cabeza de turco’ en
circunstancias difíciles. Con sólo catorce años combate como voluntario en la
Primera Guerra Mundial, viaja por el mundo y recibe clases de los más eminentes
maestros. En 1926 contrae matrimonio con la princesa Astrid de Suecia,
sumamente popular entre la población belga por sus cualidades personales;
morirá en accidente de automóvil en1935, tras sólo 18 meses de ser reina.
El reinado de Leopoldo III se presenta
difícil por las secuelas del crack del 29, por el ascenso de los fascismos en
la propia Bélgica y por el expansionismo del III Reich.
El 10 de mayo de 1940, ya en el contexto de
la Segunda Guerra Mundial, la Wehrmacht invade el país. Como jefe máximo del
ejército, Leopoldo III dirige la resistencia, pero, tras una campaña de 18
días, vista la abrumadora superioridad alemana y sin adecuada ayuda de Gran
Bretaña y Francia, no ve otra solución que la rendición. Mientras el gobierno
huye a Londres, el Rey (como había hecho el de Dinamarca) considera su
obligación quedarse en el país y proteger en la medida que pueda los intereses
de la población.
Tal decisión desata una violenta campaña
francesa y británica tratándole de ‘rey traidor’ y de ‘colaboracionista’. La
realidad es que no lo fue nunca; vivió aislado en el palacio de Laeken y sólo
se entrevistó con Hitler en una ocasión, consiguiendo mejoras en el
abastecimiento de la población civil y la liberación de 50.000 soldados
prisioneros.
En septiembre de 1941 contrae matrimonio con
Lilian Baels, joven de 24 años hija de un destacado político conservador valón;
Leopoldo decidió no procramarla Reina, sino ‘princesa de Rhéty’, sin que la
eventual descendencia gozara de derechos sucesorios.
La popularidad del monarca se redujo por realizar la boda en plena
ocupación enemiga, por el recuerdo de la tan apreciada reina Astrid y, para las
izquierdas, por tratarse de la hija de un político conservador.
En junio de 1944, tras el desembarco de
Normandía y por orden expresa de Hitler, el matrimonio es recluido en Alemania
y luego en Austria. Los liberaron los americanos en febrero de 1945, pero no apoyaron su retorno a Bélgica, donde la
población, trabajada por la propaganda aliada y por los propios excesos del
Reich, estaba dividida. Se llegó a acusar a Leopoldo de ‘incapacidad’ para
reinar, por haber firmado la rendición y no haber seguido al Gobierno al
exilio.
En tales circunstancias, se instaló en Suiza,
pero sin abdicar, y en 1946 el Parlamento inicia una investigación sin poder
acreditar la existencia de ninguna ‘deslealtad’. Una consulta popular realizada
en 1950 determina un apoyo al regreso del Rey del 57,68% a nivel nacional, con
mayoría favorable al monarca de hasta el 70% en la zona flamenca, pero con una
oposición superior al 40% en Valonia.
Se llama al Rey y éste vuelve, mas se
producen graves altercados y se hace evidente el rechazo en Valonia. Ante el
temor de una guerra civil, Leopoldo abdica en su hijo Balduino en 1951, al
cumplir éste la mayoría de edad.
Leopoldo III conservó el título de Rey y, al
casarse su hijo, se retiró de Laeken a una propiedad real cercana a Bruselas,
donde residirá muchos años (murió en 1983), dedicado a su pasión, la
Antropología Social, y a organizar expediciones científicas.
Balduino I había nacido en 1930. En 1960
contrajo matrimonio con la aristócrata española Fabiola de Mora y Aragón. No
tuvieron descendencia. Durante este reinado tuvo lugar el proceso de
descolonización e independencia del Congo.
Ambos esposos fueron ejemplo de
extraordinaria rectitud y religiosidad, viviendo consagrados a sus tareas.
Balduino, en marzo de 1990, rehusó sancionar una ley que ampliaba los supuestos
de aborto legal y prefirió dimitir, al parecer siguiendo el consejo del
cardenal Ratzinger, después Papa Benedicto XVI. El gobierno asumió la Regencia,
y con ella la responsabilidad de la ley en cuestión; después, el Parlamento,
por 245 votos a favor y 93 abstenciones, declaró que Balduino volvía a ser Rey
de los Belgas.
Al morir repentinamente en 1993, dejó entre
sus súbditos un recuerdo indeleble. Su viuda permanece en Bélgica. El
presidente de la Fundación benéfica que lleva el nombre de Balduino, lo define
como “hombre de una gran humanidad, sensible, que tuvo la humildad como uno de
sus grandes valores, y un Jefe de Estado que contribuyó de forma decisiva a la
formación de una nueva Europa”.
En su sucesor, su hermano Alberto II, se ha dado la paradoja de
que, teniendo muchísima menos popularidad que su antecesor, debido a razones en las
que no vamos a entrar, sin embargo, por la actual y delicada situación del
país, se convirtio en una especie de perno que contribuye a sujetar la
frágil unidad del Estado, tal como veremos en la entrada siguiente.
El susodicho monarca ha abdicado en su hijo Felipe, de 53 años, el 21 de julio de 2013. El acto ha sido discreto, sin invitación a familias reales extranjeras, y transcurrió ante una cierta indiferencia de la población.
El susodicho monarca ha abdicado en su hijo Felipe, de 53 años, el 21 de julio de 2013. El acto ha sido discreto, sin invitación a familias reales extranjeras, y transcurrió ante una cierta indiferencia de la población.
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