viernes, 16 de septiembre de 2011

BÉLGICA 1



BÉLGICA    (Europa Occidental)


Capital: Bruselas
Forma de gobierno: Monarquía parlamentaria y federal
Independencia (de los Países Bajos): 24 de octubre de 1830
Superficie: 30.528 Km2 (135º)
Población: 10.444.268 hab (83º)    Densidad: 342 hab/Km2
PIB/cápita: 38.100 $ (31º)
Miembro de: UE, OTAN, Benelux

Es un país de Europa Occidental, uno de los miembros fundadores de la Unión Europea, cuyas instituciones principales tienen su sede en la capital, Bruselas; también la tienen otras organizaciones internacionales, como la OTAN.

Está lingüística y culturalmente dividida. Tiene tres lenguas oficiales: el 60% de su población, principalmente en la región de Flandes, habla neerlandés, mientras que cerca del 35% habla francés (en la región de Valonia y en la región de Bruselas – Capital, zona estrictamente bilingüe que asimismo cuenta con una importante minoría de hablantes del neerlandés). Menos de un 1% forman la comunidad germanófona, en el Este del país. Tal diversidad, como veremos, ha condicionado la vida de Bélgica y parece haber llegado en la actualidad casi a un punto límite.

A principios del siglo XVI, Carlos I de España y V de Alemania, recibió los Países Bajos como parte de la herencia borgoñona procedente de su linaje paterno. Él mismo había nacido allí, en Gante, en el año 1500. Al abdicar en 1556, los cedió a su hijo Felipe II de España. A lo largo de la llamada “guerra de los ochenta años”, se fue forjando la separación entre las Provincias Unidas del norte, cuya independencia fue reconocida por España en 1648, origen del actual Reino neerlandés, y, por otra parte, los ‘Países Bajos del Sur’.

Éstos últimos siguieron administrados por los Habsburgo españoles durante el siglo XVII (con algunos mordiscos en favor de la Francia de Luis XIV), y por los Habsburgo austriacos en el siglo XVIII.

No detallaremos los cambios introducidos por la ocupación francesa en los períodos revolucionario y napoleónico. Concluida esta etapa, surge en el Congreso de Viena el nuevo Reino de los Países Bajos, que engloba también la zona Sur, es decir, la actual Bélgica. 

La élite administrativa de lengua y cultura francesa que se ha formado en la etapa anterior, parece haber sido el motor de la revolución que, en 1830, separa la parte sur, la cual va a llamarse ahora ‘Bélgica’, del resto del reino neerlandés (que, sin embargo, logrará mantener por la fuerza la provincia meridional de Limburgo).

Los nuevos belgas se reúnen en un congreso y ofrecen en un primer momento el territorio al nuevo rey de Francia, Luis Felipe; pero Gran Bretaña no está dispuesta a permitir esa expansión francesa frente a ella, al otro lado del Paso de Calais. La diplomacia británica se pone en marcha rápidamente en busca de un nuevo Rey para un nuevo Reino. Lo encuentra en la persona de alguien ya vinculado al Reino Unido: Leopoldo, de la familia alemana de los Sajonia – Coburgo – Gotha, antaño esposo, y ahora ya viudo, de la única hija de Jorge IV de Inglaterra.

Tenemos aquí la Casa de donde saldrán los ‘Reyes de los Belgas’ (título que asumen por escrúpulos liberales propios de la época).

Permítasenos una pequeña digresión para señalar lo impresionante de la proyección de esta pequeña Casa alemana de Turingia sobre las monarquías europeas; se trata de una empresa, perfectamente planificada y utilizando una diplomacia exquisita, para producir sementales reales que instalar en muy variados tronos de Europa, como titulares o como consortes, con la correspondiente progenie en ambos casos.

Su mayor éxito (positivo para el país de destino) será instalar a Alberto, cuidadosamente educado para ello y sobrino del nuevo Rey belga, que lo sugiere como candidato, en el puesto de Príncipe Consorte del Reino Unido, progenitor por tanto de la numerosa descendencia victoriana.

En España, el rey viudo de Portugal, Fernando, perteneciente a la familia de marras, será por dos veces invitado (en vano) por el general Prim para ocupar el puesto vacante por el destronamiento en 1868 de Isabel II; de todas formas, al final, en este año de gracia de 2013, ocupa el trono español un descendiente en línea consanguínea directa de los Sajonia – Coburgo – Gotha. 

Otras Casas Reales favorecidas por ese destino son, además de Bélgica, Reino Unido y Portugal, las de Rusia, Bulgaria y Noruega. Para una pequeña familia no está nada de mal.

Puestos a hablar de testas coronadas, ¿por qué no utilizar el método, para señalar diversos hechos sobresalientes en la historia del país belga, de hacer una reseña de sus sucesivos monarcas? Sistema peligroso éste, del que en modo alguno se debe abusar, pero alguna vez cabe permitirse la licencia.

Leopoldo I (1830-1865) hubo de proteger el reino frente a las amenazas de anexión del francés Napoleón III. Supo mantener el país en calma durante las sacudidas revolucionarias de 1848. Fomentó la apertura de la primera línea férrea de Europa continental (Bruselas – Malinas, 1825). El busto de este rey aparece en la primera emisión de sellos belgas, en 1849, con la leyenda en francés (el bilingüismo no aparecerá hasta 1893, pero, eso sí, a rajatabla). De sexualidad incontrolada, se pasó de la raya en sus aventuras extraconyugales.

La mancha más negra en la reputación de la dinastía se debe a su hijo, Leopoldo II (1865-1909). Las hazañas de ese monstruo, uno de los personajes más siniestros de la Historia europea, exigen una documentación adecuada. Escribieron sobre ellas muchas plumas conocidas, de Roger Casement a Mark Twain, pasando por Conan Doyle, pero hemos escogido como fuente principal el libro “Royal Babylon” (edit. Virgin, 1999, Londres; no parece haber traducción al español, y es una verdadera lástima).

Alto, de aspecto cadavérico, con nariz ganchuda, abstemio y obsesionado por el ejercicio físico, no hablaremos ahora de sus hazañas en el Congo, del que se apoderó a título personal gracias al despiste inicial de las potencias en la Conferencia de Berlín de 1878, y que le sirvió para organizar el más terrible genocidio de la historia colonial y para llenarse los bolsillos, hasta que el gobierno belga se hartó y reclamó el territorio en 1908. Todo eso se tratará en la entrada ‘Congo belga’.

Su prima la reina Victoria lo consideraba ‘extraño’, y en alguna ocasión comentó que debía estar mal de la cabeza. En palabras de Mark Twain, “su personalidad causará vergüenza en el infierno cuando llegue allí, lo cual esperemos – y deseemos –que sea pronto”.


Sus escándalos sexuales hicieron que su padre quedase, en comparación, como un tímido y púdico personaje. El periódico ‘Pall Mall Gazette’ publicó un artículo sobre prostitución infantil en la capital inglesa, en el que citaba al rey de los belgas como cliente asiduo de una tal Mrs. Jeffries, especializada en procurar jovencitas a pedófilos selectos; Leopoldo no se molestó ni en refutar la acusación ni en querellarse. Su biógrafo Ludwig Bauer escribió: “No puede decirse que ningún escrúpulo moral retrajese al rey de los belgas de las fechorías que se le atribuyen. Pagaba por lo que quería, y lo tomaba”.

La reputación del soberano alcanzó proporciones épicas. Con ocasión de una visita de Estado a Alemania, la emperatriz Guillerma, ‘el león del Rhin’, ordenó al capellán de la Corte, una vez que el huésped se hubo marchado, exorcizar todas las habitaciones que había ocupado; el presidente Theodore Roosevelt se negó a permitirle la entrada en los EE.UU. cuando el soberano quiso visitar la Exposición de San Luis. El mismo Bertie (el futuro Eduardo VII), que no era considerado precisamente como modelo de virtudes, estimó prudente mantenerse lo más alejado posible de él.

Condenó a sus hijas, Luisa y Estefanía, a dos matrimonios desgraciados con dos impresentables. Cuando la primera, harta de vegetar en el castillo húngaro de su marido Felipe de Sajonia – Coburgo, lo engañó con un conde local, Leopoldo la recluyó en un manicomio; años más tarde, el conde magiar, ya liberado de su prisión, la ayudó a su vez a escapar de la suya.

Estefanía (la ‘rosa de Brabante’, como ella gustaba de llamarse), que era dada a cantar, pero con una voz tal que los animales domésticos huían de la sala, fue casada con el archiduque Rodolfo, el del suicidio de Mayerling (ver entrada ‘Austria 1’), y con eso está dicho todo.

Más tarde, las dos hijas, unidas, reclamaron la herencia de su madre. Rechazada la petición por Leopoldo, lo demandaron y, claro está, los tribunales belgas fallaron a favor del soberano. Las hijas se vengaron escribiendo sendos libros de memorias.

A los 74 años, ya muy enfermo, se casó con una prostituta francesa menor de veinte años, tras nombrarla baronesa de Vaughan. A los tres días, el rey murió a raíz de una operación que pretendía eliminar una piedra en su vejiga. Como dicen los italianos, ‘un bel morir tutta una vita onora’.

Alberto I, sobrino y sucesor del anterior (1909 - 1934), ha pasado en cambio a la Historia como un personaje claramente positivo. Su recuerdo va ligado a su actuación en la Primera Guerra Mundial. El Kaiser, que quería atacar París según las prescripciones del ‘Plan Schlieffen’, pidió paso para su ejército a través de Bélgica. Alberto se negó, y Alemania invadió prácticamente la totalidad del país. El rey Alberto, con bravura y eficacia, se puso al frente del ejército para defender el rincón que había quedado sin ocupar, al lado de británicos y franceses.

En 1934, subió al trono su hijo Leopoldo III (1934 - 1951). Fue una víctima, elegida como ‘cabeza de turco’ en circunstancias difíciles. Con sólo catorce años combate como voluntario en la Primera Guerra Mundial, viaja por el mundo y recibe clases de los más eminentes maestros. En 1926 contrae matrimonio con la princesa Astrid de Suecia, sumamente popular entre la población belga por sus cualidades personales; morirá en accidente de automóvil en1935, tras sólo 18 meses de ser reina.

El reinado de Leopoldo III se presenta difícil por las secuelas del crack del 29, por el ascenso de los fascismos en la propia Bélgica y por el expansionismo del III Reich.

El 10 de mayo de 1940, ya en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, la Wehrmacht invade el país. Como jefe máximo del ejército, Leopoldo III dirige la resistencia, pero, tras una campaña de 18 días, vista la abrumadora superioridad alemana y sin adecuada ayuda de Gran Bretaña y Francia, no ve otra solución que la rendición. Mientras el gobierno huye a Londres, el Rey (como había hecho el de Dinamarca) considera su obligación quedarse en el país y proteger en la medida que pueda los intereses de la población.

Tal decisión desata una violenta campaña francesa y británica tratándole de ‘rey traidor’ y de ‘colaboracionista’. La realidad es que no lo fue nunca; vivió aislado en el palacio de Laeken y sólo se entrevistó con Hitler en una ocasión, consiguiendo mejoras en el abastecimiento de la población civil y la liberación de 50.000 soldados prisioneros.
En septiembre de 1941 contrae matrimonio con Lilian Baels, joven de 24 años hija de un destacado político conservador valón; Leopoldo decidió no procramarla Reina, sino ‘princesa de Rhéty’, sin que la eventual descendencia gozara de derechos sucesorios. 

La popularidad del monarca  se redujo por realizar la boda en plena ocupación enemiga, por el recuerdo de la tan apreciada reina Astrid y, para las izquierdas, por tratarse de la hija de un político conservador.

En junio de 1944, tras el desembarco de Normandía y por orden expresa de Hitler, el matrimonio es recluido en Alemania y luego en Austria. Los liberaron los americanos en febrero de 1945, pero  no apoyaron su retorno a Bélgica, donde la población, trabajada por la propaganda aliada y por los propios excesos del Reich, estaba dividida. Se llegó a acusar a Leopoldo de ‘incapacidad’ para reinar, por haber firmado la rendición y no haber seguido al Gobierno al exilio.

En tales circunstancias, se instaló en Suiza, pero sin abdicar, y en 1946 el Parlamento inicia una investigación sin poder acreditar la existencia de ninguna ‘deslealtad’. Una consulta popular realizada en 1950 determina un apoyo al regreso del Rey del 57,68% a nivel nacional, con mayoría favorable al monarca de hasta el 70% en la zona flamenca, pero con una oposición superior al 40% en Valonia.

Se llama al Rey y éste vuelve, mas se producen graves altercados y se hace evidente el rechazo en Valonia. Ante el temor de una guerra civil, Leopoldo abdica en su hijo Balduino en 1951, al cumplir éste la mayoría de edad.

Leopoldo III conservó el título de Rey y, al casarse su hijo, se retiró de Laeken a una propiedad real cercana a Bruselas, donde residirá muchos años (murió en 1983), dedicado a su pasión, la Antropología Social, y a organizar expediciones científicas.

Balduino I había nacido en 1930. En 1960 contrajo matrimonio con la aristócrata española Fabiola de Mora y Aragón. No tuvieron descendencia. Durante este reinado tuvo lugar el proceso de descolonización e independencia del Congo.

Ambos esposos fueron ejemplo de extraordinaria rectitud y religiosidad, viviendo consagrados a sus tareas. Balduino, en marzo de 1990, rehusó sancionar una ley que ampliaba los supuestos de aborto legal y prefirió dimitir, al parecer siguiendo el consejo del cardenal Ratzinger, después Papa Benedicto XVI. El gobierno asumió la Regencia, y con ella la responsabilidad de la ley en cuestión; después, el Parlamento, por 245 votos a favor y 93 abstenciones, declaró que Balduino volvía a ser Rey de los Belgas.

Al morir repentinamente en 1993, dejó entre sus súbditos un recuerdo indeleble. Su viuda permanece en Bélgica. El presidente de la Fundación benéfica que lleva el nombre de Balduino, lo define como “hombre de una gran humanidad, sensible, que tuvo la humildad como uno de sus grandes valores, y un Jefe de Estado que contribuyó de forma decisiva a la formación de una nueva Europa”.

En su sucesor, su hermano Alberto II,  se ha dado la paradoja de que, teniendo muchísima menos popularidad que su antecesor, debido a razones en las que no vamos a entrar, sin embargo, por la actual y delicada situación del país, se convirtio en una especie de perno que contribuye a sujetar la frágil unidad del Estado, tal como veremos en la entrada siguiente.

El susodicho  monarca ha abdicado en su hijo Felipe, de 53 años, el 21 de julio de 2013. El acto ha sido discreto, sin invitación a familias reales extranjeras, y transcurrió ante una cierta indiferencia de la población.





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