EL IMPERIO AUSTRIACO
La expresión ‘Imperio de Austria’ o ‘Imperio
austriaco’ se utiliza a menudo de manera impropia con referencia a la entidad
política existente antes de 1806. Con anterioridad a tal fecha, lo que tenemos
realmente es la conjunción de los restos del Sacro Imperio Romano Germánico
(que se remonta al siglo X) con la familia de los Habsburgo, que asume el
título imperial en 1438 y lo mantiene desde entonces.
Desde 1556, cuando Carlos I de España y V de
Alemania, al abdicar, cede a su hermano Fernando el título imperial (que en la
práctica ha dejado de ser electivo) y los territorios de la familia en Europa
Central (aumentados desde 1526 con las partes de los reinos de Hungría y
Bohemia no ocupados por los turcos), se crea una potencia territorial con peso
importante, cuyas peripecias en los siglos XVII y XVIII no podemos seguir aquí,
pero sí recordar que la preeminencia del Emperador (como tal Emperador) se
extiende más o menos teóricamente a todo el mundo germánico, que no ha podido
lograr su unidad territorial.
Las guerras napoleónicas, continuadoras de la
Revolución Francesa, van a traer un cambio importante. Las victorias de
Napoleón en Ulm y Austerlitz impondrán al emperador Francisco II el humillante
Tratado de Presburgo (diciembre 1805), que en la práctica supuso la disolución
del milenario Imperio Germánico. A raíz de esa derrota y esa paz, Baviera y
Württenberg, aliados de Napoleón, se autoproclaman reinos, como el margraviato
de Baden se proclama Gran Ducado. Napoleón organiza como estado-satélite la Confederación
del Rin, que lo convierte en virtual dueño de Alemania.
Ante esta situación, Francisco II decide
disolver formalmente el Sacro Imperio el 6 de agosto de 1806 (temiendo que
acabe como tal en manos de Napoleón), de acuerdo con Jorge III de Inglaterra,
cuyos dominios de Hannover han sido también ocupados por los franceses.
Francisco II convierte sus posesiones en “Imperio de Austria”, que en realidad
nace ahora, y, para que quede bien claro, cambia su nombre por el de Francisco
I, primer emperador austriaco propiamente dicho.
Después vendrá el matrimonio de Napoleón con
María Luisa, hija de Francisco, concertado astutamente por el ministro
austriaco Metternich para obtener una pausa; vendrá la derrota francesa en
Rusia, la Sexta Coalición (en la que Austria por supuesto participa), la gran
derrota de Napoleón en Leipzig (1813) y su abdicación en abril de 1814. Lo de
Waterloo, después, no fue más que un episodio, todo lo espectacular que se
quiera, pero que no impidió la reorganización de Europa por el Congreso de
Viena, dando fin al periodo napoleónico.
Se abre la etapa de la Restauración, cuya
alma es Metternich, renano de origen, pero Canciller del Imperio Austriaco. En
la reorganización de fronteras, Austria perderá Flandes (el antiguo Flandes
español, adquirido por los Habsburgo en 1713), que pasará a ser una provincia
del nuevo reino neerlandés, pero obtendrá una posición preeminente en el norte
y centro de una Italia aún dividida, además de adquirir las posesiones, a lo
largo de la costa adriática, de una República de Venecia definitivamente
extinta.
Francisco I morirá en 1835 y será sucedido
por su hijo Fernando I, un pobre y bondadoso subnormal, fruto de repetidos
enlaces entre consanguíneos próximos, que apenas sabe expresarse y sufre además
de ataques epilépticos. Todo ello hace necesaria la institución, por
Metternich, de una Junta Secreta de Regencia. Fernando se casó con su prima
María Ana de Saboya, sufriendo cinco ataques epilépticos la noche de bodas. No
hubo descendencia.
Pero el sistema de la Restauración (y de su
soporte ideológico, la Santa Alianza) se va resquebrajando: Revolución de 1830
(que echa definitivamente a los Borbones de Francia), independencia (con apoyo
británico) de Bélgica, independencia de Grecia (con apoyo de Gran Bretaña,
Francia e incluso Rusia) frente a su soberano legítimo, que es, guste o no, el
Sultán turco.
Se va aproximando la segunda oleada
revolucionaria, la de 1848, ésta mucho más grave, a la que nos referiremos sólo
en función del Imperio Austriaco.
En el año en cuestión, en Hungría se produce
un movimiento nacionalista y republicano en toda regla, e incluso en Viena las
masas se echan a la calle y amenazan el Palacio Imperial. Metternich huye
(luego volverá y vivirá tranquilamente muchos años, apartado ya de la
política). El pobre Emperador, pregunta, refiriéndose a los insurrectos:
’¿Pero tienen permiso para eso?’.
Recibe la visita de altos dignatarios que le
indican debe abdicar en su sobrino Francisco José (hijo de su hermano Francisco),
que ya había sido educado pensando en una eventualidad de tal tipo.
Fernando accede dócilmente; vivirá feliz y
tranquilo en un palacio de Moravia muchos años; murió en 1875 a los 83. Claro
que su esposa, la que aguantó los cinco ataques, murió a los 81.
Francisco José I de Habsburgo-Lorena, nacido
en 1830, Emperador de Austria, Rey Apostólico de Hungría y Rey de Bohemia,
entre otros títulos, reinó desde el 2 de diciembre de 1848 hasta su muerte en
1916; un reinado de casi 68 años, que hace de él una figura identificativa del
Imperio Austriaco y, sobre todo y después, del Imperio Austrohúngaro.
El personaje inspira a la vez profundo
respeto y honda lástima. Honesto, de temperamento conservador, profundamente
consciente de sus responsabilidades, trabajador incansable, ajeno a todo tipo
de frivolidades, a su muerte sus súbditos se sintieron huérfanos, y todavía hoy
alguien deposita a veces unas flores en el pedestal de su estatua, junto al
Hofburg. Se le puede reprochar la falta de decisión e ímpetu para adoptar
resoluciones difíciles, que quién sabe si hubieran podido salvar el Imperio.
Inspira lástima por las desgracias que
rodearon su vida familiar. En 1853 se casó a los 23 años con Isabel de Baviera,
de 15, matrimonio elegido y querido personalmente por el Emperador,
profundamente enamorado. Su esposa (la ‘Sissi’ a la que se ha rodeado de un aura
empalagosamente cursi y totalmente falsa), ni quiso ni supo asumir sus
responsabilidades como madre ni como Emperatriz, mostrando un temperamento
egoísta, caprichoso y excéntrico.
Descuidó la educación de sus hijos, y, con el
pretexto perpetuo de no aguantar la etiqueta de la Corte, se embarcó (nunca
mejor dicho) en una interminable serie de largos viajes que la hicieron casi
una extraña en Viena. Para tener más libertad, buscó a su esposo una amante
discreta, solución que al Emperador, que siempre amó a su mujer, no le hizo
ninguna gracia. En el transcurso de uno de sus viajes, un anarquista italiano
la asesinó en Ginebra en 1898.
El único hijo varón, Rodolfo, heredero
imperial hasta 1889, era un playboy malcriado y neurótico, obsesionado por la
idea de llevarle la contraria a su padre. Se complicó en un intento de secesión
húngara y, al fracasar éste, se suicidó en 1889 en una crisis depresiva, en el
pabellón de caza de Mayerling (hoy convertido en una capilla funeraria de gusto
horrible). Para empeorar las cosas, mató primero a su última amante, la joven
baronesa húngara María Vetsera, pidió café a su criado, escribió durante tres
cuartos de hora, y luego se suicidó él. María Vetsera había buscado y provocado
el ‘romance’, pero naturalmente no contaba con el ‘pacto de suicidio’.
Lo trágico del acontecimiento y el errático
comportamiento de Rodolfo, originó el consiguiente escándalo, el desconcierto
inicial de la Corte y un cúmulo de absurdos rumores, carentes, como se ha
podido comprobar, de todo fundamento, pero delicia todavía hoy de crédulos
morbosos.
Francisco José tampoco tuvo suerte con sus
hermanos. El mayor de ellos, Maximiliano, de excelentes cualidades morales y
gran caballero, pero bastante ingenuo, cometió el trágico error de dejarse
embarcar en la aventura imperialista mejicana de Napoleón III de Francia y
aceptó la corona de Emperador de Méjico. Abandonado por los franceses y por una
mayoría de mejicanos, en vez de marcharse, que es lo que debía haber hecho, se
quedó, enamorado de su nueva patria, y los mejicanos lo fusilaron en 1867.
El segundo, Carlos Luis, heredero imperial a
la muerte de Rodolfo, murió de tifus en 1896. De su descendencia tendremos
ocasión de hablar.
El menor, el archiduque Luis Víctor, mostró
pronto marcadas tendencias homosexuales, y recorría las calles de Viena en
busca de jovencitos que le agradaran; la cuestión culminó cuando fue
descubierto manteniendo relaciones sexuales con un menor de edad en unos baños
públicos. Ante el escándalo, que le valió el sobrenombre de ‘archiduque del
baño’, su hermano el Emperador lo excluyó de la sucesión y lo exilió al palacio
de Klessheim, cerca de Salzburgo, con una servidumbre exclusivamente femenina y
prohibición de todo contacto masculino. Sobrevivió a todos, muriendo en 1919.
No es extraño que el Emperador, al conocer la
noticia de la muerte de su esposa, musitase: ‘En mi Imperio, la desgracia no
conoce el ocaso’.
El primer problema político al que tuvo que
enfrentarse Francisco José fue el de apagar las turbulencias ocasionadas por la
revolución de 1848. La tarea resultó especialmente dura en el caso de Hungría,
donde tuvo que contar con la ayuda del ejército del Zar.
En marzo de 1849 impuso un sistema
centralista y restauró el absolutismo; Hungría quedó dividida en cinco
provincias bajo administración directa de Austria. Esa política fue cambiando;
en 1851 se abolió el sistema absolutista y se llegó a un estrecho acuerdo con
el Papado, encomendándose a la Iglesia las cuestiones de Derecho matrimonial y
las educativas. La insuficiencia de los ingresos obligó al Gobierno a subir los
impuestos para poder mantener el equilibrio presupuestario, pese a las
protestas de los liberales.
Rusia se sintió traicionada al no prestarle
Austria su apoyo cuando aquélla se vio atacada por Francia e Inglaterra en la
llamada ‘guerra de Crimea’. Esto produjo de momento el aislamiento del Imperio.
Las cosas no iban bien en los dominios
italianos. Después de una primera victoria sobre el Piamonte en 1849, el
ejército austriaco no pudo resistir diez años más tarde la coalición piamontesa
con Napoleón III. En 1859 hubo de ceder la Lombardía al Piamonte, y a
continuación permitir la anexión por éste de los ducados de Parma, Módena y
Toscana, que eran peones austriacos. Pudo de momento conservar el Véneto.
Tampoco iban bien en Alemania. Austria había
sido reconocida en el Congreso de Viena como cabeza de la heterogénea
Confederación Germánica, pero cada vez se fue viendo más claro que era su
rival, Prusia, quien iba a llevar a cabo la unificación de Alemania. La crisis
se manifestó en todo su rigor en la guerra austroprusiana de 1866, en la que,
en sólo siete semanas y tras la derrota de Sadowa, Austria se vio excluida del
espacio germánico.
Por si fuera poco, el ahora ya existente
gobierno italiano, se involucró en el festejo del lado prusiano para pescar en
río revuelto. Y pescó: aunque en el frente italiano las tropas austriacas
resultaron claramente vencedoras, Austria, la vencida en la guerra, hubo de
ceder el Véneto a Italia, con lo que sus antaño extensas posesiones en esa zona
quedaban reducidas al Trentino y a Trieste.
El proceso en su conjunto se completó cuando,
poco más tarde, en 1871, Prusia consiguió, tras su victoria frente a Francia,
la unión del Imperio Alemán.
Fue un momento difícil. Más tarde, en 1879,
se consolidaría la política exterior austriaca al constituirse una fuerte
alianza entre los imperios de Alemania y Austria, pero, por de pronto, las
tensiones internacionales y los problemas planteados por los húngaros, hicieron
aconsejable el ‘Ausgleich’, o compromiso de igualdad entre Austria y Hungría.
Dicho con otras palabras, en febrero de 1867
se crea el llamado Imperio Austrohúngaro, o Monarquía Dual, con lo que se
inicia una nueva etapa.
Desde el punto de vista filatélico, el
Imperio Austriaco emitió sus primeros sellos en 1850. A partir de 1867, Austria
y Hungría tendrán sistemas postales y sellos diferentes.
Los cuatro ejemplares presentados corresponden
al periodo anterior a la separación de los dos sistemas postales. El cuarto,
sin leyenda alguna, es, igual que su compañero, un sello para periódicos.
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